30 de enero de 2024
30 de enero de 2024
De la manga interminable, ese aire frío, indiferente a los cambios de estación, como una aspiradora. Caminar moviendo solo los pies. El cuerpo duro evidenciando la impaciencia, la falta de práctica.
Cruzar ese umbral imposible. Notar el espacio, finísimo, entre la puerta y la succión. La fila se detiene delante mío, justo cuando las puntas de mis zapatos rozan el aire de afuera. La luz del sol, en el atardecer, eclipsada. Todos avanzan entre los asientos como guiados por un castigo. Pero sonríen. Ponen las valijas chiquitas, esas imitaciones en menor escala de los bultos monstruosos que despacharon hace unas horas, encima de las cabezas. Algunos se instalaron ya, como si hubieran vivido toda su vida en el avión.
Sobre todo los nenes.
Fijar la vista en uno de ellos. Tiene la cara inconfundible del que nació muy aburrido. Que conoció Miami a los cuatro años; Europa, a los siete. No terminamos de subir y ya está mirando una película, con los auriculares puestos y derretido sobre el asiento. Los pies, apoyados en el asiento de otro. Avergonzarme de odiarlo, de mi envidia. Pensar: ojalá hubiera podido dar a mis hijos esa comodidad de patas apoyadas donde quisieran, cuando quisieran.
Mi hijo me quiere, a pesar de todo. Mi hijo, un buen tipo. Sube su valija de mano y mi mochila a uno de los compartimientos superiores. Tratar de adivinar —sin éxito— en qué asiento estuve la última vez. Ventana, pasillo, tal vez entre dos desconocidos en silencio. Un frío repentino, diferente al de la manga, me sube por la espalda. Mi hijo lo nota. El buen tipo de mi hijo. Pasa él primero y se sienta junto a la ventana. Sentarme a su lado y abrochar el cinturón con rapidez, tratando de no mostrar que las manos me tiemblan un poco.
La última vez, la última vez. Las imágenes parecen casi las mismas. Está oscureciendo. Las luces bordean la pista y titilan. Casi como si bailaran para mí: un festejo. Sentirme un poco diferente de todos los demás —ya se sentaron todos: les habla el capitán, welcome aboard—. Una sed sigilosa me raspa desde adentro. El mate y la yerba guardados estratégicamente en la mochila, ahora atrapados en un calabozo de plástico. Reírme un poco por dentro, recordando que hace un rato le pregunté a mi hijo, justo antes de pasar por los controles, preocupadísimo, si me iban a detener por la bombilla del mate. Decírselo, reventarnos de risa los dos, de nuevo.
El avión es grande: nos toca volar a Londres. Mi hermano se mudó ahí a finales de los noventa. Quizá no se habría ido si las cosas se hubieran dado de otro modo. Es casi gracioso: hace un par de años, a Juan Carlos le diagnosticaron Alzheimer. No nos vemos más o menos desde ese momento; por supuesto, la última vez fue en Buenos Aires. Casi siempre fue acá que nos vimos. Salvo un Año Nuevo, en Mar del Plata.
Esta, probablemente, sea la última vez que lo vea. Es casi gracioso. Acordarme de todo, todo el tiempo: ahora, como si todavía estuviera arriba del avión; no de este, del otro. No poder acordarme aún del asiento que ocupaba ese día. En el momento en que las azafatas —y también azafatos— caminan cerrando los compartimientos donde viajan las imitaciones en miniatura de las valijas, sentir cosquillas de nuevo. Sentir náuseas. Cerrar los ojos, respirar. Abrirlos: Santiago me ofrece un chocolate. Negar con la cabeza, sonreír. ¿Habrá pilotas, también, ahora? Imaginar la voz suave pero firme de una elegante, esbelta mujer de treinta y pico. Hermosa y potente, seductora, líder: les habla su capitana. ¿Las habrá?
La fantasía se desliza sin levantar sospechas hacia la realidad cuando la voz de la sobrecargo anuncia la descripción de las medidas de seguridad. La voz deseada se transforma en el monstruo. Mi hijo intenta darme una palmada en la pierna para tranquilizarme. Agradecérselo en silencio. Apretar los dientes, querer cerrar los ojos pero no poder evitar mirar, aun conociendo los procedimientos paso por paso.
Volver a mirar las luces en la pista. Todo lo que brilla del otro lado de la ventana está lejos, como si fuera el exterior lo que está cerrado herméticamente. El aeropuerto creció muchísimo, al punto de estar irreconocible. Las pantallas anuncian vuelos simultáneos a los rincones más distantes: Dubai, Aracajú, París, Rosario, Lisboa. El reproche a los que tienen miedo a volar siempre es el mismo: no podés dejar de conocer tal lugar, o tal otro. Conmigo es un tema del que les da miedo hablar. Se comenta sobre aeropuertos en secreto: una secta de voladores, un grupo del que había quedado exiliado hasta ahora.
Sorprenderme de no haber notado el movimiento del avión para ubicarse en posición de despegue. La actividad de la tripulación es frenética, todo lo veo a un tiempo acelerarse y condensarse. No dejar de preguntarme cuándo se sentarán, qué es lo que los mantiene de un lado al otro. El avión sigue detenido; imaginar la pista interminable delante. Mi hijo también mira por la ventana, pero está tranquilo. Tratar de abrir el libro que tengo encima para distraerme un poco, para salir apenas de acá. Pensar: ojalá Juan Carlos todavía se acuerde de mí, de mis rasgos idénticos a los suyos.
Sentir de golpe la aceleración, el ritmo que adquiere el movimiento de las turbinas con el aumento progresivo de la velocidad, los ruidos que parecen venir de todos lados. Cerrar el libro y ponerlo sobre las rodillas. Aferrarme al apoyabrazos, aferrarme como nunca. Acelerar a cientos de kilómetros por hora junto con todos los demás, no dejar de avanzar en la pista, sentirla extenderse hasta el infinito. Pensar: por favor que se levante del piso, que se levante, por ahora, solo que se levante. Un movimiento diferente: la inclinación. Estamos volando: sostenidos, por lo menos un rato, por interminables colchones de aire.
Sin hacer ningún esfuerzo por evitarlo, mirar hacia afuera y ver cómo nos elevamos del suelo. Sentirme eufórico, de repente. Hay nuevos ruidos: las ruedas que se meten por una compuerta, las turbinas que hacen un esfuerzo mayor, cosas que se ponen en funcionamiento, otras que se guardan. Santiago me mira y sonríe, entusiasmado. Te lo dije, me dice, a nadie le puede pasar dos veces. Nos reímos, sin querer, a carcajadas.
En medio de esa felicidad, acordarme de los cigarrillos en la campera. Sacar uno, ponerlo en los labios como si fuera un beso de pilota. Encenderlo y que todo se precipite: mi hijo no nota el chasquido del encendedor por la multiplicidad de sonidos que ocupan el ambiente, recién se da vuelta cuando una azafata, al borde de las lágrimas, me grita qué hace, señor, por favor, ¿no sabe que no se puede fumar? Pensar: debo haberme equivocado de asiento. Mirar hacia atrás, girando apenas la cabeza, y no ver a nadie fumando. Tener la cara aterrorizada de la azafata frente a la mía. Su dedo índice, tenso como su rodete, me señala con impaciencia la señal luminosa que indica la prohibición. Uno de sus compañeros, siempre sonriendo, me acerca un cenicero —pensar: ¿por qué tendrán ceniceros si está prohibido fumar?—. Lo apago, pido disculpas. Sentir la mirada reprobadora de Santiago sobre la sien, saber que no puedo evitar mirarlo. Lo miro, excusándome un poco con gestos, otro poco con palabras. Me quiere, a pesar de todo. Hace un gesto de fastidio y me dice: no pasa nada.
Después de la cena —en esto, sin duda, las aerolíneas lograron superarse—, apagan las luces y el avión, como un enorme organismo vivo y apacible, se vuelve somnoliento. La azafata de antes, cada vez que pasa, mira para otro lado y pienso: cómo cambiaron, che. Antes era un trabajo exclusivamente para mujeres lindas, como mínimo. Pero supongo que es para bien: los feos merecemos nuestro protagonismo. Imaginar las publicidades de ropa hechas por personas feas, gordas, peludas, deformes, invisibles.
En mi trayecto al baño, festejo la decisión de haber pedido otros dos vasos de vino que ya empiezan a hacer efecto. Cuando salgo, apenas mareado, miro las pantallas múltiples que, ahora, son lo único que alumbra el espacio. La negrura de afuera me sorprende: podría jurar que recordaba un cielo iluminado por todas las estrellas que existen siempre que viajaba en avión. Concentrarme más de lo que quiero en ese telón negro. El mareo pasa de ser dulce por el vino a preocupante. Sentir un temblor, ligero y constante, en las rodillas. Sentir también la velocidad; el avión se mueve, siempre se movió, pero recién ahora lo noto. Aferrarme al cabezal de un asiento cercano: alguien duerme con la pantalla encendida, o tal vez no, no llego a verle los ojos. Hacer un esfuerzo por centrar la mirada en ese rectángulo luminoso, tratar de seguir el hilo de la historia en silencio. No mirar afuera, por nada del mundo. Girar un poco la cabeza, mirar el despliegue de las luces adentro. En movimientos constantes, las cajitas adheridas a los asientos revelan fragmentos de escenas que parecen conformar una sola: una batalla de soldados estadounidenses en Medio Oriente; al lado, una pareja apenas disimulada por el blanco de las sábanas; más allá, una traición en medio de una partida de póker. Quedarme un instante así, adormilado, mientras la luz de las pantallas amplía la perspectiva de todo, abriendo un espacio infinito de proyecciones simultáneas, de vidas azarosas que se enlazan contando intermitentemente las mismas historias. El temblor se apaga. Caminar un poco más, hasta ver asomarse la cabeza de mi hijo; sentarme.
Santiago duerme. La almohadilla inteligente que le rodea el cuello parece respirar con él. Me parece ver, a unos asientos de distancia, el mismo pie del nene rico sobresalir hacia el pasillo. Las risas apagadas de la tripulación, que ahora cena tranquila, se pierden en la vibración ininterrumpida de la nave que se mece como una cuna flotante en una pileta de éter. Dormirme también yo un poco, pensando en que dentro de unas horas voy a conocer la casa de mi hermano.
Crédito de la imagen: Marek Piwnicki en Unsplash
Eduardo Savino nació en Buenos Aires en 1994. Estudió Dirección Cinematográfica en la FUC y Letras en la UBA. Publicó Los aviones no se caen (Elemento Disruptivo, 2020). Cuentos, ensayos y textos críticos suyos aparecieron en revistas como Caligari, Las 1001 Películas, Luthor, Polvo y Oropel. Colabora como editor y corrector en Elemento Disruptivo, y trabaja en la industria de la traducción y redacción de contenidos