30 de enero de 2024

30 de enero de 2024

Con casi diez años de carrera encima (habiendo leído a lxs críticxs, a lxs teóricxs, a lxs filósofxs; luego de materias abandonadas, cursadas, aprobadas, reprobadas, disfrutadas y padecidas) pienso que la lectura es una cosa tan misteriosa como su hermana más célebre (la escritura) y de la cual sin embargo no solemos hablar con el mismo asombro o consideración. Quizá la lectura no reciba la misma atención ya que no posee “misterios” como sí (a menudo) se supone que posee la escritura. Misterios conocidos por unxs pocxs autorxs laureadxs a quienes la verdad les ha sido revelada. Hoy sabemos que no es así, que hay técnicas de escritura, “recetas para escribir” en palabras de Elsa Drucaroff. El genio inspirado por musas lo dejamos atrás (como yo estoy dejando la “x” atrás en esta frase a propósito). Y sin embargo, la escritura es elegante. Tiene prestigio. Implica un capital cultural. Lxs escritrxs (y mientras más famosxs sean, mejor) son tenidxs en estima por la sociedad. La lectura también tiene capital cultural y un lugar de prestigio: “¡Qué bueno que leas!”, “Qué tipo leído…”, “Lxs chicxs no leen” se escucha por aquí o por allá, como si fuera un valor que se está perdiendo. Como si el resto no pudiera hacerlo o como si no querer hacerlo fuera deleznable. Claro que lxs estudiantes no solemos escucharlo tan seguido pues se sobrentiende que si estudiamos es porque leemos mucho. Y sin embargo, como estudiantes también pensamos que “no tenemos tiempo para leer” porque primero está la pila de fotocopias que componen una cursada. Las lecturas por placer están a un costado, esperando su turno. O a veces no y nos vamos a sentir negligentes. Porque leer es leer. Y estudiar es estudiar.

¿Es, leer, algo que podemos hacer todxs a diferencia de escribir, que está privado para unxs pocxs? No creo que leer no sea un arte (en el sentido más cercano a lo artificial que se les ocurra; en el sentido de “artificio” incluso). Y sí creo que leer es un ejercicio en el que algunxs nos especializamos en la Carrera de Letras. Y también creo que leer tiene ciertos secretos que intentamos develar para otrxs en la medida que ingresamos a la docencia… no siempre con éxito.

La primera persona en enseñarme a leer fue la señorita Nancy en primer grado. En los primeros años de la escuela, lxs docentes se encargan de develar un misterio más caro a la lingüística: qué grafema se corresponde con qué fonema, qué morfema significa qué cosa y cómo se juntan para darle el significado a una palabra. Se produce una separación iniciática en ese momento, la que nos divide en escolarizadxs y analfabetxs. Más adelante, Diego Maletta, en un curso de ingreso al instituto en el que cursé la secundaria, nos enseñó a usar resaltadores y lápices. Los primeros para marcar las ideas principales y secundarias (cosa que me llevó mucho tiempo discernir; y aún pienso que hay ideas de un tercer orden dando vueltas por ahí), y los segundos para hacer un corchete al lado del párrafo y escribir de qué se trata. Separar las partes es la primera cuestión que debemos tener en cuenta y si bien es muy importante, de esta forma lo que obtenemos no es tanto un texto leído, sino más bien una especie de cadáver diseccionado. No obstante, si son afectxs a esos programas de criminalística que se emiten en la televisión de aire, habrán escuchado alguna vez una frase en boca de médicxs forenses que dice algo así como: “El cuerpo habla”. El texto también “habla” pero para escucharlo hace falta trabajar sobre él, trabajar con él (“Para el día del parcial tienen que tener los textos leídos”, decía el profesor Leonardo Sacco en Filosofía del CBC, “y no sólo leídos sino también trabajados con resaltadores y colores…”).

Ahora bien, empleo esta metáfora porque más allá de que un texto tenga mucho para decir, tenemos que descomponerlo para encontrarlo. No va a hablar por sí solo. El texto nunca es del todo inerte (probablemente los cadáveres tampoco lo sean) pero depende de nosotrxs para empezar a hablar. Y aquí es donde empiezan nuestros problemas, o quizá nuestras soluciones, múltiples y personales. No todxs leemos de la misma forma ni aislamos los mismos componentes, y cada uno tiene su bisturí favorito. Algunxs apelan a lápices y resaltadores, otrxs lo hacen a través de una tablet. Un resumen implicará mucho más tiempo pero es otra forma de operar. Lxs menos no necesitarán absolutamente nada en la medida que almacenan en sus memorias, y muchxs somos a quienes no nos basta con una sola lectura ni tampoco nos contentamos con haber marcado algunas cosas. ¿Nunca les ha sucedido volver a leer un texto y desear que exista una herramienta que borre el resaltador porque todo el trabajo que hicimos en un principio está mal? Si ese fue el caso, habrán creído que son malxs médicxs forenses. Nunca aprendieron a leer. Trabajar el texto, abrir ese cadáver, es lo más cercano a la idea que tenemos de estudiar y sin embargo implica no sólo estrategias de lectura sino que también (en términos que van más allá del estar alfabetizadxs) es la lectura en sí.

La que le dio el cross a la lectura en mi vida fue la profesora Graciela Becco en el último año de la secundaria: “Así se lee”, dijo, agarrando un libro, abriéndolo violentamente y pasando una pesada mano allí donde se unen las páginas. Mi amiga Ana me miró horrorizada por el maltrato que estaba padeciendo el pobre objeto, como los que ella tenía y cuidaba celosamente en su casa. “Después, agarro un papelito”, continuó Becco, “y lo pongo en la página en la que me interesa marcar algo”. Los papelitos en cuestión eran recortes rectangulares de una hoja de impresora, como señaladores, sobre los que escribíamos algo en la parte superior para que cuando sobresalieran del libro pudiéramos ver velozmente qué habíamos marcado y por qué. Mi primera copia de Ceremonia secreta de Marco Denevi tiene tantos pedazos de cartulina en colores que no me atrevo a contarlos. Todos tienen algo escrito: “protagonista”, “escenario”, “se repite esto”, etc. Curioso episodio el de la profesora Becco pues nunca volví a leer un libro sin establecer relaciones… y creo que es la segunda cuestión que debemos considerar como lectorxs, una en la que Puan nos hace profundizar mucho. Si nos limitamos a marcar lo que encontramos (digámosle como queramos, ideas principales o secundarias, palabras clave, conceptos, etc.) el cadáver sigue siendo inerte. El cadáver se anima únicamente cuando las partes comienzan a dialogar entre sí y también con nosotrxs. Ahora no sólo sabemos hacer una autopsia. Ahora somos el mismísimo fucking Dr. Frankenstein. Le dimos la vida a un objeto muerto que estaba juntando polvo en un estante, que estaba igualando la altura de las patas de una mesa, que había sido olvidado por algún familiar en una caja de cartón en una mudanza… ¡Estamos desafiando a Dios! Bueno, quizá no sea para tanto (o sí…).

El episodio Becco me dejó también dos lecciones importantes. La primera es que los libros no se manchan: las fotocopias sí, se pueden manchar, escribir, cortar, superponer, expresar más vida a los lados que en el cuerpo del texto que exhiben ilícitamente en el centro. Pero marcar un libro es tabú para nosotrxs, y por eso usamos un papelito. Si vamos a escribir algo (incluso con un lápiz, que se puede borrar más tarde) más vale que sea algo súper importante. Pero como es probable que jamás recordemos exactamente qué página de qué edición… insisto: por eso usamos un papelito. Y algo más importante a recuperar de esto. El hecho de que la profesora haya agarrado un libro y lo haya aplastado para impedir que vuelva a cerrarse con la facilidad que sólo le da recién haber salido de la imprenta y nunca haber sido abierto, me hace pensar en retrospectiva que quizá no le estamos mostrando a lxs lectorxs más nóveles que manipular ese cadáver implica perderle un poco el respeto. Abrir cadáveres también fue tabú en algún momento. Y hacerlo produjo avances científicos con los que ni siquiera podían soñar quienes se animaron a hacerlo. Quien nunca tocó un libro en su vida quizá piense que jamás entenderá lo que hay adentro y para perder ese miedo no queda otra que apelar a las herramientas que podemos brindarle quienes leemos para que, justamente, no tenga tanto miedo. Lxs muertxs dan miedo pero no hacen nada. Los libros son parecidos. “Los libros no muerden”.

La segunda lección que aprendí de la profesora Becco fue que ese papelito puede volver a escribirse, puede guardar espacio para escribir más cosas y relocalizarse en otro lugar del texto. ¡Carajos! incluso puede desaparecer, cambiar de color, volverse más rígido y algo que he aprendido recientemente: puede ser un archivo de Word en el cual se indique la página y a continuación qué fue lo que quise recuperar de ella, puede tener citas de otrxs autorxs a los que me recordaron y largas, a veces larguísimas reflexiones. Mis lecturas actuales no son tema de conversación en finales o fiestas con otrxs estudiantes, son archivos virtuales que se guardan y se renuevan constantemente. Esas lecturas, como un apéndice vigoroso del libro, son la verdadera vida devuelta (¿extraída?) del cadáver. Son útiles en todos los sentidos que puede tener esa palabra: de allí salen las clases que dicto, las monografías que entrego y los comentarios que puedo hacer sobre determinado texto.

Allí florece la tercera cosa que creo debemos tener en cuenta como lectores: cómo ese diálogo establecido puede extenderse a otros textos a lo largo de la historia (démosle gracias a nuestro señor Tinianov por haber abierto la puerta de las series). Fue lo más valioso que aprendí de lxs docentes que tuve en la Facultad de Filosofía y Letras. Hay un parloteo de fondo en la literatura, continuo, como un ejército de espíritus listo para volver a sus cuerpos y hablar, cada vez que fijamos la vista. En última instancia, no importa cuáles sean los instrumentos quirúrgicos que empleás en tu estrategia de lectura siempre que puedas darle vida a los cadáveres. Tampoco importa si entre susurros escuchás algo diferente a lo que oyeron tus compañerxs lectorxs. La cultura se beneficia de la multiplicidad de sentidos que pueda tener un texto a lo largo de la historia. Y tampoco deberías afligirte si en principio oís lo mismo que lxs demás, ya que aunque la originalidad se celebra y se exige, nuestras lecturas están influencias por miles de teóricxs que han practicado, pulido y postulado sus métodos para enseñarnos a nosotrxs a leer. Hay que practicar mucho para que se prenda esa lamparita. Hasta entonces, nos parezcan lo que nos parezcan, recomiendo dejar registro de nuestras lecturas. Nuestra mente sólo puede acumular cierta cantidad de cosas antes de borrarlas para siempre en pos de que aparezcan nuevas. Pero qué curioso, ¿no? Al final, una lectura se escribe, como si ese fuera su destino.

Una última cosa, ahora que estoy del otro lado. Cuando empecé a dar clases en secundaria (tema para otro ensayo, probablemente unos cuantos tomos de) y le pedí a mis alumnxs que lean en voz alta, vi algo que había olvidado por completo haber visto alguna vez en mi vida: el valiente muchacho que se animó a compartir su voz con el resto de la clase agarró una regla para no perderse entre las palabras. No pregunté si alguna vez había leído un libro ni tampoco le pedí que deje la regla a un lado. Me estremecí: ¿cómo iba a hacer para explicar todo lo que puede haber dentro de un verso, dentro de una oración, un libro, un cuento, una novela, una palabra? ¿Cómo iba a empezar siquiera a proponer todo esto que estoy diciendo? Sonreí después. Ahora me tocaba ser Becco: “Prepárate, joven médico forense, para tener en tus manos la posibilidad de darle vida a un cadáver, si es eso lo que deseas. Ya tenés lo primero que vas a necesitar… un bisturí”.

En fin, leer no es una simple operación mecánica. Leer no se hace a la ligera. “Leer es un deporte de riesgo” leí en algún lugar, no recuerdo dónde (¿ven lo que les digo?) y debería llevarlo tatuado.

Crédito de la imagen: Jason Leung en Unsplash

Sebastián Martín Barrios nació el 25 de enero de 1989 en la localidad de Ramos Mejía; hijo de Bibiana (ama de casa) y “Pedro” (obrero). De pequeño era un niño introvertido, con gran imaginación y curiosidad. Pasó su adolescencia escondido entre las cuatro paredes de su habitación, mirando la tele, leyendo y pensando los pilares de una producción artística que parece no tener fin. Ni principio. En el año 2005 comienza a estudiar dibujo y pintura con les profesores Mario Restaino y Mirtha Alonso en la Casa de la Cultura de Ramos Mejía. Buscando nuevas formas de expresarse, a partir del año 2008 estudió actuación para cine y televisión con les profesores Patricia Sánchez y Carlos Echeverría, música con la cantante Julieta Amitrano y comedia musical con el maestro Carlos Silveira. Posteriormente escribió novelas y cuentos que nunca publicó, participó en cortometrajes, dio clases, fue corista, mozo, artesano, leyó textos en vivo y colgó obras en los circuitos artísticos del Oeste y Capital Federal. Hizo mucha terapia.
En el año 2013 ingresa en la carrera de Letras (Universidad de Buenos Aires). Sigue ahí. Además de sus inquietudes artísticas es chef profesional recibido de la Escuela de Arte Gastronómico y asegura sentir una extraña fascinación por andar en bicicleta.
Según él, su mayor logro es no haber permitido que su ansiedad lo mate.
Aún.