21 de noviembre de 2024
21 de noviembre de 2024
Cometierra, Dolores Reyes. Editorial Sigilo, 2019.
Hace unos días, la titular de la Fundación Natalio Morelli, Bárbara Morelli, denunció al ministro de Educación bonaerense, Alberto Sileoni, por abuso de autoridad y corrupción de menores, a causa de la distribución de ciertos libros en bibliotecas escolares de la provincia. Por supuesto, si achinamos un poco los ojos, la rosca política se deja entrever en medio del discurso moralista de los padres preocupados. No obstante, hablemos un poco de literatura.
En una nota periodística en la que relata sus conversaciones con el ministro, la denunciante, además de reiterar que leer esos libros es un camino seguro al degeneramiento y la perversión, afirma algo que a mí me impacta: “Los chicos tienen que leer libros que se usan para educar: matemática, biología. Si quieren leer ficción, que lean en sus casas”. ¿En una casa donde quieren que los libros desaparezcan de las bibliotecas escolares? Me permito dudar. Sin embargo, la idea que me interesa y que se adelanta no es que los adolescentes jamás deberían volver a leer una historia, sino la premisa de que la literatura y la educación son asunto separado.
¿Con la literatura no se come, se cura y se educa? La primera sabemos que no, pero creo que más de uno de nosotros se ha aventurado a pensar, en un aula llena de adolescentes, que la literatura es un intersticio por donde siempre se filtra una luz que irradia. Uno de los libros que, según la denunciante, deben desaparecer de los estantes es Cometierra, la primera novela de la escritora argentina Dolores Reyes, publicada en 2019 por la editorial Sigilo. En mi paso por la educación secundaria, leí este libro con muchos cursos, poblados por estudiantes de entre 15 y 17 años. Intentaré reconstruir las escenas.
¿De qué puede tratar un libro que se titula Cometierra? De alguien que come tierra. ¿Para qué come tierra? Porque le falta hierro. Leo la dedicatoria: “A la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos. A las víctimas de femicidio. A sus sobrevivientes”. Ahí ya nadie hace chistes y hay un silencio solemne. Alguien se aventura y dice que tal vez la tierra es de las tumbas de las muertas. ¿Y si no hay tumbas? ¿Por qué no habría tumbas, profe? Porque las están buscando, tarada.
Justamente, la protagonista come tierra por aquelles a quien nadie busca, olvidades por la policía, por los vecinos, por Dios. “Empecé a comer tierra por otros que querían hablar. Otros, que ya se fueron”. Come compulsivamente la tierra que traga a los propios y a los ajenos y se adentra en la oscuridad, porque todo lo que ve está signado por la violencia asesina, casi siempre padecida por las mujeres, siempre ejercida por los hombres. La buscan para que encuentre a las hijas, a las hermanas, a un niño pequeño que no ha vuelto de pasear.
Los vecinos la miran con desconfianza, la quieren lejos de sus hijos, la tratan de bruja. Pero a veces, por la fortuna maldita de la vida, necesitan de su ayuda. Le dejan botellas de tierra, macetas, mensajes colgados de la puerta. Cometierra se esconde en una casa vacía, abandonada por su madre muerta a golpes, por su tía que se horrorizó ante una niña que parecía adivinar los futuros ingratos, por un hermano casi tan joven como ella, que debe trabajar para que puedan comer. ¿Ella tiene nuestra edad, profe? Sí, no hay precisiones, pero se intuye que Cometierra tiene unos quince años. Algunas estudiantes se horrorizan. Ella debería tener miedo, está todo el día sola y ni tiene luz en la casa. Pero puede tomar cerveza cuando quiere, se ríen algunos varones. Seguro es re lindo tomar cerveza, no comer nada y poder morirte en cualquier momento sin que nadie se dé cuenta ni te llore.
En esa indignación que cruza la voz de estudiantes a lo largo de los ciclos lectivos, se cifra el sentido de la novela: la tierra que se come es para la revelación de la violencia pero también para la construcción de una memoria. Es un relato descarnado de la desprotección y, al mismo tiempo, es una historia sobre los nuevos lazos que se crean para combatir los silencios que matan, para hacer que la vida dure y, cuando ya no queda nada, para que la muerte no sea un cuerpo abandonado en un basural, sino alguien rescatado del olvido.
Entre todo eso, Cometierra tiene sexo. Nadie se horroriza ni lo comenta. Es una escena pequeña en el medio de todo, que habla más de cómo se transforman los personajes que del sexo en sí mismo. Si hubiese sido más extensa, ¿el aula se habría llenado de pequeños sexópatas? No se sabe, pero intuyo que no, porque han leído El guardián entre el centeno y El juguete rabioso y todavía nadie se fugó ni delató a sus amigos. Leyeron El matadero y no salieron a vengarse de mazorqueros asesinos y violadores.
Los adolescentes, aunque a veces no recuerden la definición para el examen, saben lo que es un pacto ficcional. Pero hay algo más interesante y es que la potencia literaria les resuena: “a mí nunca se me hubiese ocurrido que esto pudiera existir” son las palabras mágicas al terminar el libro. “A mí me hizo pensar mucho en mi vida y en la de mi hermano”. “A mí me dan miedo las brujas, pero son necesarias”. “La gente se asusta porque es algo que no conoce”. “Ella tiene miedo, pero sabe que lo que hace es para otros”. “Si se te muere la familia, nadie se ocupa de vos”. Escribieron ensayos, cuentos, filmaron videos, recitaron poemas. Después de leer ese libro, cualquier libro, el mundo se tornó más grande.
Silvana Abal es licenciada y profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, está cursando sus estudios de doctorado, orientados al análisis de narrativas bolivianas contemporáneas desde una perspectiva feminista. Se desempeña como docente en el nivel secundario y en la Universidad Nacional de General Sarmiento. Es una de las editoras de la revista Por el Camino de Puan.