23 de mayo de 2024

23 de mayo de 2024

Corría un viento subterráneo y húmedo que le pegaba a Anita en el rostro a medida que descendía por la escalera mecánica; le soplaba la pollera y la obligaba a controlar, colorada de pudor, su vuelo. Cuanto más abajo, más se infiltraba el Arroyo Maldonado entre las paredes de la estación, como si reclamara libertad de su tumba de avenida. Chorreaba agua incluso sobre las vías de los coches eléctricos y en el cuerpo de Anita, acalorada por el verano. Sintió una gota de sudor desprenderse de su axila y bordearle el pecho y la cintura como una cosquilla mojada.

Mucha gente esperaba el subte en la estación de Palermo por la mañana. Algunos recién bañados, más despiertos; otros hacían un esfuerzo enorme por mantener los ojos abiertos y no bostezar. Llegó la formación y Anita entró rápido, colándose en los intersticios de la montonera para conseguir asiento. Ya había pasado la hora de ingreso al colegio de los chicos porteños, pero por algún motivo junto a ella estaba sentado un pibe de unos diez años vestido de uniforme escolar y acompañado de su madre. Anita la sintió muy adulta, pero tenía acaso la misma edad que ella. 

El chico iba serio y los ojos inquietos no terminaban de posarse en ninguno de los pasajeros, como si el subte o la cantidad de gente o el espacio público o el calor lo abrumaran. Ella lo sintió tan niño y, sobre todo, tan lastimosamente arrancado del ambiente holgado que necesita la infancia para distenderse, jugar y preguntar. No recordaba haber viajado en hora pico en el subte siendo chica: su madre la había cuidado bien. Cuando sus miradas se encontraron, Anita le regaló una sonrisa que creyó simpática y paliativa. 

Cada vez que visitaba a su madre, sentía en su expresión el apremio por la tarea no cumplida, los nietos no entregados. No es que Anita no quisiera tener hijos: simplemente procuraba evitar el asunto. Le parecía una responsabilidad demasiado grande y sentía que, si sostuviera un bebé en brazos, sería una especie de madre adolescente de treinta años. No estaba preparada y punto. A veces, cuando se cruzaba por la calle con niños pequeños particularmente tiernos y serenos, las pupilas se le dilataban y se imaginaba con su propio nene, llevándolo al parque, cantándole canciones, preparándole banana pisada con dulce de leche. Pero era muy consciente de que esas fantasías eran de la misma naturaleza que sus fabulaciones de mudarse a la India o casarse con alguna cita de internet. No confiaba en su capacidad de altruismo, quizás: era una mujer moderna. 

―No fue difícil ―respondió su madre una vez, cuando ella la interrogó sobre las dificultades que conllevan la crianza de un hijo―, eras una nena muy buena. Me felicitaban de lo bien que te portabas.  

Todos viajaban ensimismados, intentando hacer caso omiso de la desazón natural que genera estar encerrado bajo tierra entre tantos extraños, de la incomodidad de que el espacio personal de cada uno se fusionase en una burbuja compartida de aire tibio. Entonces Anita se dio cuenta: el nene de al lado se había abierto los pantalones y se toqueteaba con ambas manos el pene. Anita automáticamente miró para otro lado. Se sintió en falta de haber visto los genitales de un niño, estaba nerviosa, no sabía cómo actuar. Sacó el celular de la cartera para enfocar la atención en otra cosa. Los ojos enviciados del chico la hicieron tensarse todavía más: se tocaba y la miraba, era imposible de ignorar. Debió haberse levantado en ese momento, tendría que haberse ido a la mierda, a otro vagón, fuera del subte, a cualquier lado. Pero como una tonta quedó paralizada, deslizando el dedo por la pantalla del teléfono. El chico la miraba con una sonrisa de desafío y entre las manos el pene pequeño de niño se hinchaba como un globito. 

Entonces la madre lo vio y pegó un grito callado. Qué hacés, guardá eso, eso no se hace, cochino. Ruborizada, lo retaba con exclamaciones que conjugaban autoridad y vergüenza: quería que el pibe la obedeciera, pero temía que la gente se diera cuenta de la situación. Él se abrochó los pantalones con un gesto de fastidio, resopló y se cruzó de brazos. La madre, todavía rígida, cerró los ojos; se veía muy cansada. Era culpa suya la rebeldía del chico, Anita lo sabía.  

El chico aprovechó la distracción para descubrir sus genitales otra vez y, ahora, acercó una mano a la pierna de Anita. Su cuerpo reaccionó por sí solo, en piloto automático: rápidamente se puso de pie y se hizo paso entre la gente hasta el siguiente vagón. Miraba, ora curiosa, ora preocupada, hacia el vagón del niño, sin poder encontrarlo entre la muchedumbre. Quedaban atrás la imagen y el disgusto, tragados por las camisas y el malhumor de los pasajeros amuchados, pero permanecía la expresión opaca. La estación que le faltaba la viajó de pie, con la respiración irregular y la piel de gallina. 

Cuando descendió, se detuvo un minuto en la estación para dejarse refrescar por la corriente de aire del subte en movimiento. Ya no estaba junto al arroyo, pero la humedad espesa todavía dificultaba la inhalación. Llevó la mano derecha al pecho para intentar controlar el pánico absurdo, la incomodidad que le llegaba hasta la médula y le aflojaba las rodillas. Los ojos se le volvían densos de haber provocado, de haber visto, de haberse quedado, de estar quieta. Se serenó. Tampoco podría nunca dar buenos hijos.  

Crédito de la imagen: Camila González Johansen @shojansen

Licenciada en Letras. Burócrata. Docente. Escritora.