26 de septiembre de 2024

26 de septiembre de 2024

Apenas abro los ojos sé que es domingo porque nadie me despertó para ir a la escuela y veo a mi hermano dormir en la cama de abajo, destapado, ovillado como un gato y con la boca abierta. Desde la cocina llegan las voces de mamá y papá que discuten, como todos los domingos, y como casi todos los días. Me levanto y voy a la cocina.

—Pero yo no soy como tu vieja o como tu hermana, yo no —está diciendo mamá mientras lava unas verduras y papá infla la pelota de fútbol. 

—Bueno, basta —dice él cuando me ve entrar y ella se sobresalta cuando digo hola, y después me abraza demasiado fuerte y un tiempo más largo que el habitual. Me suelta y veo que su cara cambió, como si tuviera una sonrisa prestada, una máscara. Me ofrece tostadas, pero no quiero. 

—¿Café con leche? —dice con voz grave. Está rara hoy. 

Papá está sentado a la mesa, ya dejó la pelota a un costado, pero cuando yo me siento frente a él, se para de un salto y se va hacia la puerta del departamento: 

—Ya vengo —grita desde el pasillo y sale de la casa. 

—Nos vamos de picnic —dice ella con tono serio y voz cortante y me sirve un café con leche demasiado caliente y aguachento. 

Me gusta ir de picnic pero ahora la salida parece una obligación. Mientras pongo azúcar en la taza y revuelvo, miro cómo mamá prepara comida para llevar: cierra un taper con ensalada, arma un paquete con fiambre y queso, y mete una bolsa con pan en la canasta de dos tapas. Papá vuelve de la calle con un paquete de cigarrillos y el diario. 

—Hace frío, ¿vamos igual? —dice.

Ella lo mira, parece que va a decirle algo pero no dice nada. Se quedan los dos mirándose un rato, como estatuas enfrentadas; después ella se pone la sonrisa máscara otra vez: 

—¿Hago huevos duros? ¿Llevamos unos tomates? —dice todo con la sonrisa artificial. Papá mira adentro de la canasta:

—¿Para qué tanto? No seas exagerada.  

—¿Y si después tienen hambre? 

—Hacé como quieras. Y vos, vestite, dale —me dice.

En mi cuarto, mi hermano ya está despierto, pero se hace el dormido. Mamá entra a la habitación, se acerca a él, le toca el hombro, lo tapa y lo llama con voz suave. Mi hermano no se mueve y entonces veo que a mamá se le resbala una lágrima por la mejilla que se seca rápido, con el dorso de la mano. Sabe que la estoy viendo pero no me mira. 

—Vestite que nos vamos —me dice, pero hace un gesto para que me acerque, y entonces nos abraza a mi hermano y a mí y dice muy fuerte: 

—Yo los quiero mucho mucho. Son lo más importante para mí. Los quiero siempre.

En el abrazo siento que mamá vuelve a llorar. Al soltarnos sonríe o algo parecido, su cara brilla mojada, no entiendo si llora o se ríe. 

Después me visto apurado y vuelvo a la cocina. Busco un pan en la canasta y me lo como despacio, mientras miro a papá que está leyendo el diario. 

—Cuando estén listos, vamos —dice de pronto. 

Y mamá, con esa voz nueva y muy grave: —Sí, querido; sí, querido; sí, mi amor—y lanza una carcajada tan sonora que parece que rebotara contra las paredes de la cocina, como un eco de risa macabra. Él la mira muy serio. 

Al rato estamos cargando las cosas en el baúl del auto y arrancamos. Cuando llegamos a la esquina, mi hermano pregunta por la pelota:

—¿Nadie la subió al baúl? —resopla papá y mientras abre la puerta para bajarse del auto sigue diciendo que cuándo nos vamos a ocupar de nuestras cosas, que ya estamos grandecitos, y que él tiene que estar en todo. 

—¿En todo? —grita mamá y lo mira y se ríe otra vez con esas carcajadas tan fuertes que asustan. Yo veo sus ojos enormes.

—¿De qué te ocupás, vos? —sigue ella, pero papá ya no la escucha porque salió del auto y se metió en la casa. Cuando vuelve, pone en marcha el motor otra vez y dice:  

—Basta, vamos.

El auto anda despacio. Mi hermano a veces hace muecas con los dedos y con la lengua a las personas que nos miran desde otros autos. Nadie habla. Al rato veo que mamá está llorando en silencio otra vez. 

Cuando llegamos al parque, papá da varias vueltas en el playón de estacionamiento antes de elegir el lugar para dejar el auto.   

—Allá, debajo de aquel árbol —dice mamá.

—No, los pájaros van a ensuciar todo —responde él. 

—¿Y allá?

—No, el sol va a partirme los vidrios —y mientras seguimos dando muchas vueltas por el playón, mamá se pone a cantar algo que suena a soprano de ópera o a coro de iglesia. Tengo ganas de salir corriendo y no volver a subirme a ese auto nunca más. 

Finalmente papá estaciona. Caminamos con bolsos y mochilas, mamá adelante, nosotros detrás, hasta que ella elige una loma debajo de un árbol, apoya la canasta y su mochila sobre el césped y nos hace señas con la mano. Cuando papá alcanza la loma, examina el pasto y dice que ahí no porque hay hormigas y caca, que busquemos otro lugar, pero mamá parece no escucharlo porque ya estiró la lona y está sentada de cara al sol. 

Papá resopla, extiende otra lona y saca el pan, el queso, los fiambres. Prepara sándwiches y reparte. Comemos en silencio. Después, él agarra el diario y se pone a leer. Mamá toma sol estirada sobre la lona y mi hermano y yo nos ponemos a jugar con la pelota. Jugamos a los pases. 

En un momento, mamá se para y dice “Ya vengo”. A mamá le gusta salir a caminar y siempre que vamos de picnic se va a dar una vuelta y tarda mucho en sus recorridos. Pero esta vez no sé por qué me quedo mirando cómo se aleja por el camino de asfalto. La miro hasta que es una figura lejana y no la veo más. 

El Parque es como una llanura enorme: tiene una parte con juegos, un espacio para hacer picnic, unas canchas de fútbol y hasta una laguna que alguna vez visitamos. También hay un lugar donde se puede andar a caballo, pero nunca nos llevaron. En realidad, para los picnics siempre vamos al mismo lugar. 

Mi hermano me llama para que siga jugando y yo sigo: le devuelvo la pelota un rato, él me la da, yo se la devuelvo y así hasta que me aburro. Papá entonces se suma al juego: ahora hay que intentar sacarle la pelota al otro. Estamos un rato los tres, pero al final también me aburro, me siento en una lona, tomo jugo. Después de un rato, papá viene a sentarse al lado mío, pregunta si alguno quiere ensalada o huevos duros pero nadie quiere y entonces se acuesta en la lona y se queda dormido —me doy cuenta que duerme porque hace ruido al respirar—. 

El sol pega muy fuerte y hace calor. No tenemos vecinos cerca. Mi hermano juega con una rama, yo mordisqueo pasto, por la cara de papá caen gotas de transpiración. 

De pronto, se despierta sobresaltado, mira para todos lados, mira su reloj y dice que cuidemos los bolsos, que no hablemos con nadie, que ya vuelve. No me gusta quedarme solo con mi hermano, pero le digo que sí con un gesto de la cara porque habla rápido, se para y se va.  

Cuando dejo de ver a papá, me siento al pie del árbol y mi hermano se pone a buscar hormigueros. Con una rama raspa el pasto hasta que decide clavarla en un pequeño agujero de donde empiezan a aflorar hormigas. Las hormigas aparecen de a poco y suben despacio. Mi hermano sacude un pie, parece que una hormiga se coló dentro de su zapatilla, y entonces lanza un grito agudo y arroja el palo lejos y se pone a llorar. Yo trato de alzarlo y logro sacarlo del hormiguero. Le miro la mano: tiene un dedo rojo, que lavo con un resto de agua mineral. Le digo que se siente a descansar, que se quede quieto. 

El sol está casi sobre el horizonte cuando vuelve papá. Agitado y transpirado, se pone a buscar agua en la heladera y después en el bolso de la comida, pero no hay nada y protesta porque tiene sed. 

—Basta. Vamos —dice y comienza a guardar las lonas, el diario, la pelota en los bolsos. 

—¿Y mamá? —pregunto, pero él no responde, se pone los bolsos, la mochila de mamá en los hombros y se va caminando hacia el auto. Mi hermano y yo lo seguimos. Cuando subimos al auto comienzan a encenderse las luces del parque. Mi papá dice:  

 —Vamos a buscar a mamá. 

Primero damos vueltas por la parte de los caballos. Papá maneja muy despacio y nos pide que miremos a un lado y a otro del camino. Hay caballos atados a un palenque y algunos montados por chicos, acompañados por instructores. Papá baja del auto en el puesto de alquiler y pregunta si vieron a una mujer no muy baja, no muy alta, y les cuenta cómo es mamá y qué ropa lleva puesta. Ellos dicen que no la vieron. 

Después vamos a las canchas de tenis y esta vez papá pregunta al guardia de las canchas si vio a mamá y vuelve a describirla y contar de su ropa. Pero ahí tampoco la habían visto, así que vamos a la Intendencia del Parque y otra vez papá describe la cara y la ropa, y entonces nos dicen que tenemos que ir a hacer una denuncia a la comisaría.  

Las paredes de la comisaría son de azulejos verdes, como los del baño de la casa de mi abuela, y hay una pizarra con anuncios y fotos de personas. Esperamos un rato largo en un banco de madera. Hace frío pero los abrigos están en el auto. Mi hermano se queda dormido sobre mis piernas.   

Después pasamos a un escritorio, que tiene a un costado una mesa pequeña con una computadora. Un policía de bigote enorme y sucio de migas le da la mano a papá y le señala dos sillas. Mi hermano y yo compartimos una. 

Papá entonces le cuenta del picnic, el policía pregunta cómo es mamá, y papá otra vez está contando de las zapatillas y del pelo, cuando el policía me mira con ojos muy grandes y frunce las cejas:

– ¿Y vos, señorito, no sabés dónde puede estar tu mamá? –me pregunta a mí y se queda muy serio. Mi papá también me mira un instante y yo quiero decirles que no sé nada pero no puedo hablar, tengo dura la boca y me tiemblan los dientes y las piernas.   

Después, papá nos dice a mi hermano y a mí que nos sentemos en unas sillas que hay contra una pared, lejos del escritorio. No sé por qué tiemblo, porque en realidad no hace frío, pero como no hay ventanas ahí adentro no se sabe si es de día o de noche, y tiemblo todo el tiempo que estamos en la comisaría. 

El policía entonces comienza a escribir en la computadora lo que papá le va contando. En realidad, papá responde a las preguntas del policía: si mamá llevaba plata, si tenía su celular, si notó algo particular o extraño en ella ese día. Yo me distraigo mirando la oficina: contra una pared, hay fotos de policías, un mapa enorme de la provincia de Buenos Aires, un perchero con dos gorras y dos cinturones con balas. Nunca había visto balas de verdad y son más grandes de lo que me imaginaba. El piso está sucio y debajo de mi silla veo una cucaracha dada vuelta. Parece muerta, pero las patas se mueven y me da asco, y estoy a punto de gritar cuando el policía pone esa cara seria otra vez y me dice:   

– ¿Cómo estaba su mamá, señorito, esta mañana? – Lo dice con voz muy fuerte, casi grita desde el escritorio. 

Yo no sé qué contestar, tiemblo, no puedo hablar, miro al policía y veo que en su escritorio, detrás de la computadora, hay un revólver. El revólver es más chico de lo que imaginé y brilla como si fuera de plástico. El policía me sigue mirando y entonces creo que subo los hombros, pero en realidad intento frenar el cuerpo que se mueve solo y no digo nada. Me gustaría agarrar el revólver y dispararle al policía y después salir corriendo. El policía me sigue mirando y entonces me acuerdo del abrazo que nos dio mamá esa mañana y eso que dijo, los quiero siempre, pero no digo nada porque no me salen las palabras y tampoco quiero hablar. El policía deja de mirarme y mi hermano, que otra vez se quedó dormido, lanza un ronquido.

—Se fue con lo puesto —resume papá que tiene la cara tensa.

—¿Se fue? ¿Alguien la obligó o se fue sola? —le dice el policía a papá hablando más bajo.

—No lo sé —estalla él con un grito, se para, da una vuelta entera alrededor de la silla y vuelve a sentarse. Mi hermano entonces se despierta y empieza a llorar. Yo lo calmo un poco, le digo que no pasa nada, le acaricio la cabeza.

—No lo sé —repite papá en tono más calmado. 

Entonces el policía saca una carpeta roja de un cajón y la pone sobre el escritorio. 

—Hay muchas mujeres que se van, otras que son secuestradas, y otras que parece que se esfumaran… ¿quiere que le muestre algunos casos? —ahora el policía habla muy bajito, pero igual lo escucho. 

Papá levanta la vista. Los dos se miran un instante. El policía después me mira a mí, y yo miro fijo el revólver: parece muy pesado.  

—No quiero ver nada —dice papá—, quiero que encuentren a mi mujer. 

El policía se toca el bigote —las migas caen sobre su ropa—, guarda la carpeta roja en el mismo cajón del escritorio, anota algo más en la computadora y una impresora que está en una mesita que antes no había visto comienza a chirrirar. 

—¿Y ahora? —pregunta papá después de firmar el papel que ha salido de la máquina.  

El policía responde algo que no escucho, los dos se dan la mano, nos vamos.  

Cuando llegamos a casa papá dice que nos tenemos que bañar sin protestar porque él tiene que hacer muchas llamadas. Mientras me baño, escucho a papá hablar por teléfono. Habla con mi abuela y con Néstor, el vecino de arriba, y con otros amigos. A todos les pregunta por mamá, si saben algo de ella, pero nadie parece dar una pista.  Esa noche no cenamos: yo como un huevo duro y un tomate, y mi hermano se lleva un pan a la habitación. 

Al día siguiente me despierto pensando que mamá está en la cocina y seguramente nos va a contar alguna de sus aventuras imaginarias, esas historias que inventa cuando llega más tarde de lo previsto y papá le pregunta qué pasó. Podría contarnos que había una cola demasiado larga en el baño del parque y tuvo que irse a otra ciudad a hacer pis, o que estaba volviendo del baño y encontró un perro abandonado y se fue a buscar a sus dueños, o que quiso volver desde un lugar muy alejado, pero se tomó mal un colectivo o un subte y apareció en otro lugar desconocido. Esas cosas suele responder mamá cuando papá le pregunta dónde estaba cuando llega tarde, aunque en realidad eso pasa pocas veces, porque mamá siempre está en casa.  

Pero no. Ese lunes, en la cocina papá está solo frente a una taza de café ya vacía. Su cara parece más flaca que la noche anterior. Me dice que me haga tostadas si quiero y que me apure porque se hace tarde. Yo no hago nada y voy a buscar a mi hermano, que siempre es más lento para salir de la cama. 

Papá nos lleva a la escuela. Yo quiero preguntarle por mamá, pero lo veo tan serio que no me animo. En la escuela, papá habla con la directora y cuando al final del día la maestra da la tarea, me dice que si no puedo hacerla no me preocupe. 

Cuando volvemos a casa, la abuela Berta nos espera con torta de vainilla. Los ojos se le llenan de lágrimas cuando nos miramos y me abraza fuerte. Después abraza a mi hermano otro rato, casi tanto como nos había abrazado mamá el día anterior. Mientras tomamos la leche, mi hermano pregunta por mamá y la abuela dice que ya va a volver y después le acaricia la cabeza. Parece que quisiera decir algo más, pero se levanta de la mesa, se sirve un té y nos mira desde la mesada. “A esa muchacha nunca la entendí”, dice después de un silencio y nos mira como si recién se diera cuenta que estábamos ahí, en la cocina. “Ya va a volver, seguramente, va a volver”, dice como si supiera algo de mamá que nosotros no sabemos, pero no sé cómo preguntarle eso que imagino que ella sabe. 

Y además, en ese momento llega papá, que nunca llega tan temprano. Trae un montón de hojas que tienen impresa una foto de mamá y un cartel que dice: “Buscamos a Noelia. Si usted la vio o tiene información sobre ella, llame al…” y ahí nuestro número de teléfono.  

—¿Cómo que buscamos? ¿La policía no la encontró? ¿No saben dónde está? —digo yo y mi abuela me quiere abrazar otra vez, pero yo me zafo del abrazo y me voy a mi habitación. Desde mi cama escucho que mi hermano llora y grita “¡mamá, mamá!” y mi papá trata de calmarlo. Después, papá viene a mi pieza, me pide que hablemos, pero yo no quiero. 

Antes del anochecer, el policía del bigote sucio y otro que es petiso y panzón vienen a casa. Papá los hace pasar. El de bigote me saluda dándome la mano y yo veo el revólver que brilla en la funda del cinturón. Me gustaría pedirle el revólver para jugar un rato, pero papá me dice que me vaya, que es hora de dormir. Yo igual me quedo en el pasillo y escucho todo.

El panzón dice que rastrillaron el parque y no encontraron nada:

—¿Nadie la vio? —dice papá.

—Nadie recuerda haberla visto. ¿Está seguro que no se fugó, que no había otra persona, quiero decir, un hombre? —pregunta el panzón.

No escuché qué dijo papá o quizá no dijo nada. Entonces me fui a mi habitación y me metí en la cama con la cabeza bajo la almohada.  

A partir de ese día, todas las tardes cuando llego a casa está la abuela Berta, algunas veces con Néstor, el vecino. En la panadería de enfrente, en el kiosco de la otra cuadra y en la cartelera de la escuela está pegada la foto de mamá con el cartel Buscamos a Noelia y nuestro número abajo.

Néstor —que trabaja en alguna oficina importante del gobierno o algo parecido— muchas veces le da a mi abuela algún teléfono o un mail y el nombre de alguien para ir consultar si sabe algo de mamá. Cuando Néstor se va, mi abuela hace algunas llamadas o se toma un colectivo para ir al centro. Pero después de un tiempo, el entusiasmo se le acaba y se queda en casa. Hasta que un día discute con Néstor. Ella le dice que es un mentiroso, él le dice que nadie quiere ver la realidad. Y entonces, ella dice que tiene razón, que ella ve la realidad. Y le pide disculpas y Néstor le dice que no se preocupe. Se saludan con un beso, pero desde ese día él no vuelve nunca más a mi casa.  

Cuando llega la primavera, ya han pasado cuatro meses desde el día del picnic, viene a visitarnos Anita, una amiga de papá. La abuela prepara una cena muy rica y papá parece contento. Esa noche, Anita se queda hasta muy tarde jugando y hablando con nosotros. Quiere saber todo: qué nos gusta comer, si tenemos amigos, si nos gusta la escuela. Desde esa noche, Anita empieza a venir más seguido y siempre se va muy tarde, cuando nosotros ya nos fuimos a acostar.  

Al terminar las clases, papá nos manda a mi hermano y a mí a pasar las vacaciones a la casa de la abuela, que igual es cerca de casa. Dice que es mejor así porque la abuela puede cuidarnos: él tiene que trabajar y llega tarde y no podemos estar solos todo el día. Algunas noches papá va a visitarnos, pero sólo un rato antes de cenar. 

Ese verano, con mi hermano, salimos mucho por el barrio. Jugamos en la vereda con los chicos de la vuelta, vamos a la plaza y al shopping. Y al final, ya no hay carteles con la foto de mamá ni en el kiosco, ni en la panadería, ni en ningún lado.   

A veces pienso que mamá se cansó de todos nosotros y simplemente se fue caminando. Caminó un montón, como le gustaba a ella. Caminó hasta el borde del mar y después se tomó un barco y ahora está en un país lejano. O caminó hasta tomarse un avión —quizá por error se tomó un avión, pensando que era el subte, a ella podría pasarle— y ahora está en otro país donde hablan un idioma raro que ella no entiende. Otras veces prefiero pensar que caminó y caminó sin parar, que en realidad está caminando todo el tiempo en algún parque que nunca se termina. Y eso le gusta.   

Para año nuevo cenamos en el jardín de la casa de la abuela. Esa noche vienen papá y Anita. Mi hermano se pasa toda la cena debajo de la mesa y no come nada. Cuando es el momento de brindar, mi abuela se pone a llorar y papá se abraza fuerte a Anita. Hay ruido de petardos y fuegos artificiales que iluminan el cielo.  Yo me asomo por debajo de la mesa, le doy la mano a mi hermano y logro que salga de su escondite. Entonces la abuela nos llena los vasos con jugo de naranja. Mi hermano y yo nos quedamos de la mano y no brindamos pero nos tomamos todo el jugo.  

Crédito de la imagen: Foto de Ana Shuda en Unsplash

Gabriela Baby es licenciada en Letras por la UBA y especialista en Literatura infantil y juvenil por UNSAM. Trabaja como periodista gráfica y editora, y escribe ficción y divulgación de las ciencias para las infancias. También coordina talleres de escritura y lectura con fines diversos (escritura creativa, escritura académica, escritura en las empresas). En sus ratos libres (un bien por demás escaso) asiste a la escuela de clown Espacio Aguirre y trama nuevas aventuras de la escritura y la actuación.