11 de julio de 2024

11 de julio de 2024

Debían ser ya las cinco y media cuando llegué a la playa. El sol caía hacia el horizonte tiñendo el cielo y el mar de rojo, rosa y anaranjado, y el lento vaivén del oleaje dejaba espuma sobre la arena fresca. Entre los médanos, el viento silbaba meciendo las ramas de los tamariscos. Había una pequeña bandada de gaviotas que se sacudía las alas y picoteaba el suelo en busca de moluscos y restos de comida. A lo lejos, vi un par de perros que correteaban divertidos entre la tranquilidad de las olas.

A mí me agradaba ir a la playa en esa época del año. Salvo por las parejas de caminantes y por algún que otro corredor vespertino, no había gente: la tenía toda para mí.

Por lo general, me quedaba sentado frente al océano reviviendo viejos recuerdos hasta que se hacía de noche. Me acordaba de los partidos de tejo y de los castillos de arena, de las lecturas veraniegas y de los tibios churros rellenos, de las caminatas hasta el muelle y de los fogones con amigos. Pero esa tarde tenía ganas de probar algo distinto.

Nunca había tenido la oportunidad de conocer el faro que habían construido hacía muchos años a varios kilómetros al sur de nuestra casa de veraneo. A pesar de que mis hermanos siempre me decían que no había mucho para hacer en aquel lugar, yo quería verlo con mis propios ojos. Cuando tenía quince se me había ocurrido ir hasta allá en bicicleta o, a lo sumo, a caballo, pero una serie de contratiempos climáticos me lo habían impedido.

Decidí que esa tarde sería un buen momento para saldar aquella antigua deuda que tenía conmigo mismo. Y quise ir caminando porque, después de todo, ya no tenía motivos para vivir apurado.

Así que empecé a andar por la playa. A medida que avanzaba, se iban prendiendo las luces de los departamentos y de los hoteles. El cielo no tardó en llenarse de estrellas, y el reflejo de la luna trazó en el mar un sendero de plata.

Al cabo de un rato, perdí de vista los edificios; solo quedó la luz lunar para guiar mi camino. Donde terminaba la playa se adivinaban médanos salpicados de vegetación, y tal vez los restos de algún viejo naufragio.

Encontré el faro cuando debía ser casi medianoche. Estaba oscuro y no se oía nada salvo el viento. La estructura del edificio se veía oxidada y erosionada por la arena, pero la pintura roja y blanca se conservaba mejor de lo que uno hubiera esperado.

La puerta estaba cerrada, pero sin candado. Me llamó la atención, porque al faro lo habían clausurado más de una década atrás, después de que muriera el último guardián. Por lo que yo sabía, la versión más popular era que se había suicidado después del fallecimiento de su esposa de toda la vida. Pero había una segunda teoría: el hombre se había ido bien al sur para nunca más volver.

Me puse en los zapatos del guardián por un momento. La tristeza por la muerte de un ser amado, sumada a la soledad de quien vive siempre alejado del resto del mundo, deberían haber sido insoportables. ¿Qué otra alternativa le quedaba a un pobre viudo?

Entré sin hacer ruido. Prendí la luz y descubrí una cama bastante avejentada, un armario desvencijado con varios retratos en sepia, una mesa con un par de sillas, una cocina de principios del siglo pasado y una enorme cantidad de latas de conservas y botellas de vino.

En el medio de la habitación había una escalera de caracol de hierro, a la que le faltaban algunos peldaños. Miré hacia arriba y noté que alguien prendía el gran farol.

Apagué la luz para evitar que me descubrieran, pero demasiado tarde:

—Ey, ¿quién anda ahí? —dijo una voz ronca desde lo alto. Después oí un carraspeo y el sonido de pisadas que bajaban por los escalones de metal.

Aunque la primera idea que se me ocurrió fue escapar por la puerta, me escondí detrás del armario. No quería perderme la oportunidad de subir al faro y admirar la costa inmensa, la vastedad del océano. No después de tantos años esperando ese momento.

El hombre llegó hasta abajo y pude verle la cara cuando prendió de nuevo la luz: no era más que un pobre anciano rengo y de ojos cansados. Llevaba puesto un uniforme raído y unos zapatos llenos de agujeros.

El viejo maldijo por lo bajo antes de escupir al suelo. Después cerró la puerta de un portazo. Dio un largo suspiro y se desplomó en la silla.

Entonces empezó a hablar en dirección al armario. Tardé en darme cuenta de que se dirigía a uno de los retratos que descansaban sobre él. Por las palabras que dijo, supe que se trataba de su esposa difunta.

Pasé toda la noche escuchando cómo el viejo le contaba a su mujer cómo había sido su día —uno más de su rutina—.  Que le apenaba haber encontrado otro delfín muerto en la playa. Que el otoño parecía haber llegado más temprano que el año anterior. Que sentía que se estaba quedando ciego, que cada día se notaba más cansado. Que no sabía si tendría las fuerzas para seguir viviendo, pese al pedido expreso de ella de que encontrara una nueva pasión, un nuevo motivo para levantarse todas las mañanas.

En un momento se quedó callado, y la cabeza empezó a hundírsele en el pecho. Creí que se había quedado dormido, pero entonces oí que murmuraba una oración, probablemente un padrenuestro. Después de hacer la señal de la cruz, se incorporó temblando y fue hasta la cama arrastrando la pierna mala. Se recostó y, cuando cerró los ojos, vi que una lágrima, una lágrima diminuta e inmemorial, le resbalaba por la mejilla.

Me hubiese gustado consolar a aquel hombre con un abrazo o una palmada en la espalda, pero en el fondo sabía que habría sido inútil. La experiencia me lo había demostrado una y otra vez.

Decidí dejar mi visita a la cima del faro para otro momento. Cuando la eternidad es el único tiempo que uno conoce, la ansiedad y la impaciencia pasan a ser meras palabras.

Salí del faro en silencio  —aunque dudaba que pudiese despertar al viejo— y fui hasta la playa, hasta las olas, para imaginar de nuevo la frescura del mar al amanecer. Más tarde, ya de regreso a casa, me pregunté si, esta vez, al llegar me encontraría por fin con alguien que me dedicara sus lágrimas.

Novelista incipiente. Entusiasta del jazz y del swing. Apasionado por los idiomas.