23 de octubre de 2025

23 de octubre de 2025

Cuando apareció Argeo entendí muchas cosas de mí misma. Su diario de viajes, un cuaderno rojo y grueso, con páginas amarillentas y letra cursiva, me ayudó a comprender mi necesidad de narrarlo todo. Su viaje empezó un 11 de junio de 1952. Iba de Buenos Aires a Génova, su pueblo natal. Las millas que separan una de otra, según Argeo, son 6649. Casi todo lo escribió desde el barco, pero también, narró algunas aventuras que vivió en los puertos. Su reencuentro con posibles familiares y sus esperanzas:

“veo un mar muy bueno que parece una soledad”

“hai una vos en mi interior que me dice Un hermano te espera a Genova”

“hai otra que me dice lo contrario, pero hai otra que me dice segui que va todo bien”

Argeo tiene nombre de héroe de ficción, por eso me motivó a retomar mi escritura. De Buenos Aires a Génova, de Génova a Buenos Aires, y ¿después? No tengo más que un diario de viajes. Sé lo que hizo mi bisabuelo en 1952, cada uno de sus días, pero no sé dónde murió, ni por qué. La poca información que sabe mi abuela es que sus padres eran muy religiosos y que esperaban que él fuera cura. Por eso, escapó en su último año escolar. Casi como una decisión adolescente, cruzó el océano y sembró una vida en Buenos Aires, hasta que un día, tuvo la oportunidad de volver a su pueblo natal.

Mi único héroe en este lío refleja con nitidez el desarraigo, la nostalgia y el autodescubrimiento. Los tres pilares que se me cruzaban por la cabeza cada vez que pensaba irme del país. Encontré el cuaderno porque empecé a sentirme expulsada de mi propio país. Tuve la necesidad de exiliarme en algún lugar que tuviera sabor a conocido, que representara lo que sentí toda mi vida en Argentina y que Argentina ya no podía darme. Entendí a Argeo desde el primer renglón. Me sirve pensar que es la prueba contundente de que no nací de un repollo. De que la tinta, la escritura y el nomadismo están en alguna generación de mi árbol. 

“Mientras vamos atracando a la banquina o muelle se ve a la gente aglomerada esperando lo sullo y llo corro de un lado, corro de otro y nada. Casi llorando digo que desilución. Viene un marino y me llama. Usted es Argeo! Te prode figurar mis nervios llo medio asustado contesto: Si señor, bueno venga conmigo. Por mi mente me vino la idea, preparate para ir preso o por algun dolor de cabeza/ a medida que iva caminando por el puente, el marinero me dice: sigue conmigo que tiene dos hermanos que lo están esperando”.

El exilio toma otro sabor cuando es acompañado y cuando alguien te espera en el otro puerto “estará esperándome alguno de mi familiare”. Pero también aparecen otros sentimientos: ¿será posible acostumbrar nuestro espíritu a otro idioma, a otra costumbre, a otro paisaje?

En la Argentina que me expulsó, sólo se habla del dólar y del hambre. Los precios aumentan, la vida disminuye. Se estanca. Se pierde entre tanta incertidumbre, entre tanta gente revolviendo la basura y rogándonos que les demos una ayudita: “lo que usted pueda, sin compromiso”. Fui testigo de mi propia destrucción. Lloré por mi tierra, por mi educación, por mi pueblo. Lloré hasta encontrar este libro de viajes que comenzó a ser mi refugio.

Escarbar en la historia personal puede ser muy adictivo. Es medianoche y sigo leyendo el cuaderno de Argeo. Hace alrededor de dos horas que conseguí familiarizarme con su letra, muy prolija, pero difícil de comprender. Podríamos decir que ahora sí hablamos el mismo idioma. No dejo de preguntarme por qué se fue. Siempre sostuve que jamás podría querer irme de mi país. Migrar no es fácil, pero quedarse acá tampoco. Hace meses espero una reacción ante todas las injusticias, como cuando tiras veneno y salen todos los insectos del hormiguero para no morir. El ser humano puede tolerar mucha autodestrucción si existe un marco constitucional que lo ampara.

Por momentos, el diario se dirige a una segunda persona, como si le hablara a su esposa o a mí misma, a su bisnieta del 2024. Argeo llega a Génova, se instala en un hotel y visita diariamente a su hermana, Lola. Ansía que Vicenta, su esposa, pueda conocer la ciudad, viajar por el mar, ver fuegos artificiales. Quiere que sus dos casas se junten, pero no puede ver que la soledad del mar también lo habita. Pienso en mi noviazgo a distancia y me río de todas las coincidencias: el mar y el romanticismo son compañeros hace siglos.

Al día siguiente, decido contactarme con mi abuela paterna, mi única fuente de información. Con Gloria jamás tuve una relación prototípica de abuela-nieta. Nunca nos abrazamos, ni me preguntó cómo estaba, ni me hizo una torta de chocolate, pero aprendimos a convivir en los almuerzos familiares y a saber lo necesario la una de la otra. Decido llamarla y me preparo para que se muestre reticente a hablar del tema. Hablar en primera persona de temas personales puede resultar invasivo. Su reacción, interesada y comprensiva, me sorprende. De repente, hablar de su historia, de sus padres y de sus raíces parece una buena forma de acercarme a esa mujer a la que siempre le dije “abuela”. 

“Mi papá trabajó en una fábrica durante 40 años. Como no faltó ni un día, la empresa decidió regalarle un viaje en barco a Italia. Él aprovechó el viaje para encontrarse con su familia y buscar la partida de nacimiento de mi mamá para poder nacionalizarla acá, en Argentina.”

Gloria describe la rutina de su padre en la fábrica. Todos los días empezaba a las cinco de la mañana. Sonaba una sirena para indicar que tenían que entrar al trabajo. Silvio Rodríguez canta la historia de Manuel y Amanda, sus encuentros efímeros en medio de los turnos de la fábrica, “la vida es eterna en cinco minutos”, dice. Me pregunto qué habría pasado si Argeo hubiera tenido tiempo libre ¿podría haber sido escritor?, ¿quiénes eran escritores en 1950? Según mi abuela, todos los “cuadernos” de Argeo eran autobiográficos. Hablaban de su identidad, de sus pensamientos, de sus sentimientos. Todo lo que decía en esas líneas, lo callaba en la vida real. La ficcionalización era el medio para abordar sus inquietudes, sus miedos, sus deseos. Así mi abuela conoció a su padre, leyendo sus cuadernos. Así conocí a mi abuela, preguntando sobre su historia.

Mientras hablábamos por teléfono, comencé a buscar información en una página web que elabora árboles genealógicos y cuenta con información sobre ancestros. Jamás habíamos mantenido una conversación tan extensa. Le mostré dos fotos blanco y negro de su familia que encontré en Internet y se emocionó al ver a sus padres. Me atravesó un sentimiento de ternura ante su reacción: jamás la había visto conmoverse en mi vida. Me explicó quiénes integraban la foto, cómo era cada uno, dónde la habían tomado: era el cumpleaños de su abuelo, Mariano. Mi abuela también estaba allí, una bebé sonriente a upa de su madre. La llamaron Gloria porque nació cuando Vicenta tenía 44 años. Luego vuelve sobre el viaje de su padre:

“Cuando le regalaron ese viaje a mi papá yo acababa de cumplir 15. Me preguntó si quería viajar con él a Italia a modo de regalo, pero no quise. Eran muchos días de viaje y no quería estar lejos por tanto tiempo.”

Mi abuela nunca fue a Italia, ni siquiera de vacaciones. A veces se pregunta cómo hubiera sido conocer Génova; otras veces dice que acá tiene todo y no necesita nada de “los europeos”. 

Cuando termina nuestra conversación, cierro el diario de viajes y me voy a la cama. Las contradicciones de Argeo no son muy distintas a las mías: anhelo irme y quedarme, exiliarme sin perderme. Cierro los ojos y sólo escucho el mar, el único testigo fiel de toda esta historia.

Emilia Janica es profesora en Letras (FFyL; UBA), maestranda en Análisis del Discurso (FFyL; UBA) y docente de Semiología en el Ciclo Básico Común (UBA). A su vez, se desempeña como investigadora en formación en el Instituto de Lingüística (FFyL, UBA).
Recientemente, comenzó a indagar en otro tipo de escrituras (un poco menos rígidas, quizá), más que nada, crónicas y autoficciones. El año pasado, publicó “Crónica de una fanática de Charly” en la revista
Por el Camino de Puan (N°5).