30 de enero de 2024
30 de enero de 2024
Había tenido una noche horrible y mis ojos explotaban por el llanto y por el sueño. Sin embargo, trabajar en un colegio privado no congenia con las ausencias, menos sin un justificativo médico que diga que la vida de unx corre peligro. Me acuerdo de una vez que tuve conjuntivitis y me daba terror decir que iba a tener que faltar seis días, entonces exageré tanto el poder de contagio que tenía en mi vista, que el director me pidió por favor enviara el certificado por mail y ni me acercara a la escuela. Por suerte, le había pedido a mi oftalmólogo que también exagerara, así que triunfalmente le saqué foto al papel que rezaba “Conjuntivitis viral extremadamente contagiosa. Prohibido trabajar” y me justifiqué. En fin, todo esto es para decir que la tristeza no le importa a ningún empleador, así que me levanté y me fui.
Mientras avanzaba por el pasillo que me lleva al aula, pensaba en cómo iba a dar la clase, cómo iba a pensar en otra cosa, cómo iba a concentrarme en esas voces adolescentes que seguro me hostigarían hasta las lágrimas, que ya amenazaban al borde de mis pestañas.
Apenas abrí la puerta, comenzaron a cantarme el feliz cumpleaños. Faltaba más de un mes, pero ellos lo cantaban todas las clases, porque por ahí se olvidan y yo por ahí me ofendo. A los chicos les gusta saber sobre sus profesores, siempre me preguntan qué desayuno o si me quedo dormida con los lentes de contacto. También les gusta saber con qué soñaba yo de chica, si siempre quise ser docente. La verdad que no, no quería ser docente, porque explicaba mal y porque los chicos son molestos. Siguen cantando el feliz cumpleaños y no les importa que los quiero saludar y que si ellos no se paran, a mí me retan, porque no impongo autoridad. Saben también que yo no quiero imponer autoridad, porque tampoco nunca soñé con eso.
Hacemos la pantomima de estar todos parados y decirnos buenos días y, por fin, me siento. Me acercan un nuevo libreto para Romeo y Julieta, donde Capuleto parece un capo de la mafia, Teobaldo un personaje de Okupas y la palabra belleza tiene una “y» desubicada. Levanto la vista sonriendo y veo que muchos me miran y uno me dice que estoy triste. Sin desperdiciar la oportunidad, afirma que ensayar la obra me va a poner mejor. Soy insobornable, así que les pido la tarea, que- oh, casualidad- no han hecho. Copio ejercicios de pragmática en el pizarrón y pasan a resolverlos. Me gusta dar la unidad de pragmática, porque ellos piensan que estamos charlando y participan como si estuviesen en un concurso de preguntas y respuestas. No obstante, seguro habrían perdido el concurso, porque resuelven mal cada uno de los puntos. Se llaman bestias entre sí y me dicen que si sigo dando clase, me van a poner peor. Pienso que debería sentirme insegura porque ellos saben que estoy triste, saben que lloré. Pero no, no lo usan en mi contra; empiezan a contarme cosas que pasaron antes de que yo llegara y las agrandan y las distorsionan, para que todo sea tan ridículo como-ellos saben- a mí me gusta.
Por fin, luego de quejas y chantajes, ensayan. Capuleto no es tan mafioso, al final. Es más bien canchero. Teobaldo le pega en serio a Romeo y les tengo que pedir el cuaderno. Julieta se olvida el parlamento e improvisa de tal manera que haría llorar a Shakespeare. Romeo, con su metro cincuenta y su voz chillona, grita “oh, mi hermosa Julieta” y me guiña un ojo, porque sabe que soy políticamente incorrecta y me estoy aguantando la risa que me genera su actuación tan mala. Algunos de los que no van a estar en la obra siguen muy atentos la trama y se burlan de los jóvenes actores; los otros me miran de soslayo y, con movimientos torpemente furtivos, esconden los celulares bajo la mesa.
Toca el timbre del recreo y ellos salen. Yo los sigo y, cuando estoy en la vereda, me doy cuenta de que tengo que hablar por teléfono y que no quiero escuchar lo que tienen para decirme.
Dos semanas después de ese día, tan olvidable e inolvidable como solo la infelicidad lo permite, se estrena Romeo y Julieta. Como era de esperarse, fue un completo desastre: se olvidaron los diálogos, se cayó parte de la escenografía, el telón se desprendió y dejó a la vista a los escenógrafos, que ya en ese momento estaban despojados de toda dignidad. Creo que nunca me reí tanto y pocas veces fui tan feliz como cuando me abrazaron al final. Nunca soñé con eso, pero cuando me asalta un recuerdo triste, me acuerdo de Fray Lorenzo, que estuvo durante toda la obra sosteniendo la Biblia al revés y con total solemnidad.
Crédito de la imagen: Felix Lemke en Unsplash
Silvana Abal es licenciada y profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, está cursando sus estudios de doctorado, orientados al análisis de narrativas bolivianas contemporáneas desde una perspectiva feminista. Se desempeña como docente en el nivel secundario y en la Universidad Nacional de General Sarmiento. Es una de las editoras de la revista Por el Camino de Puan.