8 de agosto de 2024
8 de agosto de 2024
Si en los salones burgueses europeos de hace dos siglos se apreciaba una buena biblioteca —y vaya que era difícil adquirir libros y acumularlos— y si quien los leía gozaba del altísimo calificativo de persona culta, hoy, cuando casi nos tiran los libros por la cara y se puede conseguir hasta el manual de brujería chamánica más recóndito, ¿por qué no somos mejores personas, lectores o al menos críticos del mundo?
Por supuesto que es un calificativo arbitrario, ¿mejores que quién?, ¿qué cuándo?, etc. No van a ser los libros los que nos ayuden a ser más virtuosos. La información está ahí, la técnica y la forma, pero no depende del objeto inanimado, depende del lector, de la resonancia que pueden tener las ideas de amor y esperanza capaces de transformar corazones (un poco cursi, pero sostengo la premisa).
También es cierto que los libros conservan el poder de la transformación. Ha sido a través de lecturas que mujeres y hombres maravillosos se han forjado. Pienso en Ética para Amador, de Fernando Savater, el libro en el que, en última instancia, me ayudó a comprender la diferencia entre moral y ética. O Mujercitas, de Louisa May Alcott, que ha inspirado a miles de niñas y jóvenes a reforzar el valor en la idea de familia (cualquiera sea), la superación personal y la confianza. Incluso El principito, clásico de Antoine de Saint-Exupéry, que nos revela la difícil relación entre personas cuando un personaje cree que la forma correcta de relacionarse es con la domesticación, la dominación. Pero hoy ese germen de apertura de conciencia está en igual medida en casi todas las formas del arte. Una charla TED (y hablo desde mi experiencia) puede ser igual de reveladora que un tomo completo.
La gran mitología alrededor de la imprenta parece perder valor con el tiempo. Hoy, los modelos educativos exigen cierta facilidad, o comodidad, para la educación de los profesionales: vídeos instructivos, infografías, podcast, páginas web interactivas y hasta mundos virtuales de simulación le han ganado en atractivo al plan clásico de sentarse a leer un libro, subrayar y transcribir notas para acercarse al conocimiento.
Incluso, en las clases de la carrera de Letras de la UBA es usual ver que algunos graban las lecciones completas de los profesores en vez de tomar notas, para luego escuchar lo que se ha dicho. Aunque es una carrera que exige el trabajo con el lenguaje y la lectura parece inevitable, pues en el propio título está tallada la tarea, nadie niega la posibilidad de que repetir una grabación o escuchar un audiolibro adquiera el mismo grado de profundidad pedagógica. Sin hablar, por supuesto, del hecho de que la inteligencia artificial sea incluso capaz de tomar notas por el estudiante y hacer resúmenes y síntesis de millones de trabajos que rondan la web. A lo mejor olvidamos que la labor de escuchar, escribir, rescribir y volver a leer, es decir, la repetición, sea la clave.
¿Facilismo o practicidad?
No es de extrañarse que, con los adelantos informáticos, las herramientas sean cada vez más eficaces a la hora de remplazar el “trabajo duro” que la lectura ha implicado para la humanidad en la Historia. Tampoco es, en sentido estricto, un retroceso, pues la teoría de las inteligencias múltiples proclama que, a diversas capacidades, distintas formas de apropiarse y consumir el conocimiento, procesarlo, comprenderlo y, con suerte, reproducir un efecto positivo.
La actividad de leer ha devenido en un lujo y placer acaso ocioso. Solo basta con escuchar las discusiones que rezan un: “yo prefiero mil veces leer el libro en físico”, “no es lo mismo leer en el celular”, “yo no leo libros con letras muy chiquitas”. En estos enredos estéticos se pierde lo importante: que una persona con un teléfono inteligente puede, de forma muy económica, acceder a todos los libros que quiera y apropiarse de esas frases y palabras que antes le estaban solo permitidas si asistía a una biblioteca. Lograr llegar a la fuente primaria, a la obra de Platón o de Séneca, a las enseñanzas de San Agustín o de Hegel, deslumbrarse por El camino de la felicidad de Bertrand Russell ¿no es suficiente para leer de cualquier forma y sin importar cómo?
Decantarse por la experiencia lectora, es decir, por el olor de las hojas recién compradas, las ilustraciones, la tapa dura o blanda, la solapa, el grosor de las páginas y demás complementos de lo que el libro tiene para decir debería decirnos mucho de en qué se ha convertido el ejercicio de la lectura. Es sacrílego de mi parte generalizar el asunto, pero también me pasa que hablo más de las “formas” que de lo que dicen los libros. En el contrapunto, convive igualmente las ganas de muchos de imprimir o rebuscarse un libro por el puro placer de leerlo, sin importar si es una mala traducción, un PDF mal armado o incluso un libro que casi se cae a pedazos por lo viejo.
Quien lee más libros al año no necesariamente ha aprendido más cosas que quien ha dedicado el mismo tiempo a los videojuegos. En comparativa, puede ser que el lector haya ejercitado más la imaginación o acumulado más datos, pero el jugador desarrolló su destreza motriz. Dependerá del uso de esos dos ejercicios lo que dé valor a la elección. Puede ser que el lector haya reforzado las reglas de la gramática y la ortografía, pero el caminante reforzó su sistema cardiovascular, lo que, para los profesionales de la salud, alargaría más su vida. ¿Vale más la pena una novela tonta que un par de años extra?
Entonces, ¿cómo valorar el ejercicio lector en contraposición de otras actividades?, ¿no es acaso un hobbie elegible en la gama de otras igual de eficaces para lograr metas que hoy exceden el “ser una persona culta” y abarcan diversos intereses?
Volvamos a la idea inicial: hace muy poco solo la lectura podía informarnos de otros sucesos fuera del círculo del sujeto (históricos, políticos, ficticios, etc.), de otros mundos; y esa exclusividad la rompió el cine. Allí, a finales del siglo XIX, un universo de representaciones visuales colmó el deseo del público sediento de escapar de su realidad. También aportó acceso, pues si bien todos escuchamos y vemos, pocos tenían el beneficio de aprender a leer y a escribir. El cine no llegó a matar a los libros, pues no fue un remplazo lo que se buscaba, sino una variedad en el abanico de posibilidades.
Poco después la amenaza sería sonora. Con la radio, cuyos usos primordiales en su nacimiento fueron en la milicia, de nuevo emergió un canal de comunicación más interesante que los libros. No solo por el analfabetismo ya mencionado que una radio resolvía, sino por su practicidad. Si contamos la experiencia de Colombia, muchas personas que vivían en los campos lograron recibir su título de educación secundaria gracias a las lecciones recibidas por radio, pues la onda a.m. viajaba muy bien por tierra, luego, por supuesto, había un asunto burocrático y de exámenes que se hacía por correo. Pero el objetivo se cumplía con creces: educar a la población, hacerla más partícipe de las ideas colectivas, más sabia. Esto sin contar que un aparato de radio podía reproducir una cantidad infinita de radionovelas, conciertos de música clásica, discursos presidenciales insufribles, noticias, etc., mientras que un libro se lee una vez y lo demás son repeticiones.
Pero si es cuestión de santificar la literatura a toda costa, debemos recordar que hay también libros que han sido catalogados como “malditos” y que, lejos de educar, enseñar o cultivar, han llegado a ser condenados, prohibidos, censurados, maldecidos. Es así como, por ejemplo, El guardián entre el centeno parece haber sido una de las fuentes motivacionales para el asesino de John Lennon. Puede que sea un mito urbano, pero no menos cierto es que los libros dogmatizan. En algunas épocas han servido para estereotipar al personaje gay como al “enfermo, anormal, pecador”; a las mujeres con una libertad un poco más libres como las “prostitutas, deshechos, desvirtuosas”. Es por lo anterior que cada vez más se revisan textos que no concuerdan con nuestra época, como el pasaje de Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, que hoy se califica de violación. Mi lucha, de Adolfo Hitler, es también otro ejemplo de los efectos negativos que un texto puede iniciar. El libro no tiene la culpa, por supuesto, y la acción de leer tampoco es merecedora de tamaña condena, pero como instrumento que configura una expresión personal, el libro está cargado de un peso cultural y simbólico subjetivo que puede transportar cualquier semilla, que ya se verá en qué campo germina.
Desprovisto de un lector crítico, un libro (y, por ende, una potencial lectura) puede ser un instrumento de dominación, de lavado de cerebros, de ideologización, de represión y angustia, de negatividad, de fracaso, de daño.
Acaso la Biblia sea el bestseller más controversial de todos los tiempos. ¿Se puede pensar que una persona, cualquiera sea, es capaz de mantener una lectura de la Biblia con los diversos niveles lingüísticos y metafóricos que el texto propone? ¿Puede llegar al punto de convencer de que Dios es un ser terrible, o, como categorizaba Borges, de que es un maravilloso libro de ficción? ¿En qué momento pasa de ser un libro configurado en parábolas que pretende enseñar lo virtuoso de una vida recta a una historia por la que nos hemos matado un montón? ¿Es sano que alguien crea que de verdad hubo un paraíso con dos personas que “iniciaron la creación del hombre” al modo de paraíso, culebra y manzana?
La excusa religiosa ha tomado como fundamento el libro, sin que, de nuevo, este tenga per se la culpa de nada de lo que hacen las personas. Pero el fanatismo insano se funda en una lectura (¿mal lectura?). Tanto es el misterio espiritual y tan poca la estimulación del criterio lógico que, incluso, se necesitaba un “mediador” (el sacerdote) capaz de “entender bien” y explicar las enseñanzas del Todopoderoso. Si viajamos al panorama contemporáneo, no es de extrañase que las personas estén hambrientas de dioses y héroes. Y es allí donde aparecen las autobiografías, un género picante por su imposibilidad consensual, pero que, al mismo tiempo, produce una fascinación altísima. Celebridad que se respete tiene sus memorias publicadas en donde se vanagloria de su camino al éxito, de sus esfuerzos, penurias y las cosas asombrosas que solo le pueden pasar a alguien llamado a la grandeza. Britney Spears, Matthew Perry, Viola Davis, Barack Obama, Michelle Obama, el Príncipe Harry, Barbra Streisand y una infinidad de nombres públicos han encontrado en el libro una forma para manejar el discurso de su propia reputación. Lecturas que, en todo caso, pondrían en juego el rol de los libros como impulsores perpetuos de la educación. Y es que, aunque sea una obviedad, ya pasamos del “leer” al “qué lees”; del “qué lees” al “qué dice” y del “qué dice” al “qué eres”.
Pero ¿hay valor en este género? Luego del consumo masivo de libros dedicados a los famosos, escritos “por ellos mismos”, ¿se puede decir que una persona ha cultivado un poco más su inteligencia?
Al igual que los medios de información, los libros son objetos que no escapan a la subjetividad, de hecho, la conforman, son un plato más en el gran menú gastronómico, que, por supuesto, representa algunas características ventajosas: el incentivo de la imaginación en una forma más pura, la posibilidad de consumir a un ritmo propio y no impuesto, deleitarse en el arte del lenguaje o la facilidad para consumir libros sin un soporte tecnológico que pueda fallar.
Al final, alfabetización no es sinónimo de educación, aunque sea una labor educativa, los libros son un nicho que varía en popularidad y el conocimiento configurado en escritura puede llegar a ser insufriblemente contradictorio.
Crédito de la imagen: Foto de Birmingham Museums Trust en Unsplash
Comunicador social por la Universidad de Pamplona (Colombia), culminó una maestría en literaturas española y latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Hablo de libros en el podcast Contratapas.